El artículo “los niños y la fe” publicado en la página web de los Jesuitas de la provincia de España hace cuatro años, decía que los niños son los ‘predilectos’ de Dios y cómo Jesús, ante el rechazo de los mayores, los trae consigo, los bendice, los abraza, los protege. Continuaba el artículo: «Pero proteger a los niños no es solo superar los índices de pobreza, de desprotección o de super-protección. Es necesario proporcionarles una educación integral que incluye, además de otros valores y habilidades, la educación al misterio, la trascendencia, el sentido de la vida y de lo religioso. La persona no es un ser “vacío”, “hueco”. La persona es un misterio para sí misma, y es necesario educar ese sentido del misterio para encontrarse con el hombre. (…) En todos ellos hay una predisposición para la trascendencia y el misterio, tal como lo pensaba María Montessori, en la estela del “corazón inquieto” de san Agustín. No se trata, por tanto, de “indoctrinar” al niño sino de hacer que brote en él y se desarrolle, lo que ya lleva dentro. Eso no es obra de la enseñanza, sino de la experiencia. La mera enseñanza sólo produce “saberes” y el solo “saber” de lo religioso sólo puede llevar a una mera socialización cultural o a una indoctrinación, pero no a la fe. La fe no se hereda, no se enseña, no se “transmite”: la fe se contagia, se propone, se ofrece, se comparte…».
Ya sabemos que la fe es un don de Dios. Y también que Dios nos necesita para que tú y tantos catequistas contagiemos la fe, que, por cierto, tiene unos hermosos y benéficos efectos secundarios.